sábado, julio 16, 2005

MAMBA

La hora de la escultura en el Museo de Arte Moderno
Excelente exposición hasta fines de este mes, en coincidencia con la muy demorada ampliación de su sede
Por: Ana Martínez Quijano
El Museo de Arte Moderno de Buenos Aires exhibe hasta fines de julio una excelente muestra de esculturas y objetos, mientras comienza su esperada remodelación. Si bien Emilio Ambaz donó los planos para ampliar el Mamba en 1997, año en el que el BID otorgó un préstamo para realizar la obra, recién en estos días y luego de inexplicables demoras, el Gobierno de la Ciudad decidió poner en marcha el proyecto.

La ampliación del edificio, sumada a la creación de la nueva sede del Museo del Cine, aspira a crear un nuevo un enclave cultural en el Sur de Buenos Aires. Ahora, y teniendo en cuenta que, una vez remodelado, el Mamba podrá exhibir de modo permanente en su sede de la calle San Juan, la mayor colección de arte moderno y contemporáneo de la Argentina, la muestra actual, que forma parte de su rico patrimonio, se vislumbra como un anticipo de lo que vendrá.

El amplio panorama de esculturas y objetos, que abarca las primeras décadas del siglo XX y las que le precedieron hasta la actualidad, con piezas representativas e innovadoras de cada periodo, revela el nivel alcanzado en esta disciplina y fuerza, de algún modo, a la comparación.

En primer lugar, del despertar tardío de escultura si se coteja con la pintura ( Pueyrredón alcanza la madurez al promediar el siglo XIX, y una figura como Yrurtia surge recién a comienzos del XX). Luego, el arribo de la modernidad también fue tardío, aunque la muestra se abre con una excepción: «Niñez» (1926) de Sibellino, una de las primeras esculturas abstractas de América.

La tercera comparación que surge en el recorrido de la colección del Mamba, es que mientras la pintura no cede terreno, en la última década del siglo XX se advierte la ausencia casi total de esculturas, y el vuelco de los artistas al arte objetual, las maquetas y la instalación. Y se trata de una ausencia justificada, ya que cualquiera que haya visto la pobreza de los envíos que bajo el rubro «escultura» exhiben y hasta premian los salones, puede entender que la década del 80 esté representada tan sólo por el dramatismo de Norberto Gómez y Alberto Heredia.

En los años 90 se destacan los arabescos ornamentales de Omar Schiliro, las esculturas blandas de Marina de Caro, las formas estetizantes de Daniel Joglar y Fabio Kacero o la instalación de Nicola Costantino. A partir de 2000, la cantidad de obras se amplía y, entre muchas otras, figura una bella maqueta de Dino Bruzzone, «Música incidental» de Jorge Macchi, el «Mecano» de Cristina Schiavi, un vidrio de Lucio Dorr, «30.000» de Nicolás Guanini, y una inquietante obra de Sebastián Gordín. Se trata de trabajos excelentes, sin duda, pero que se han expuesto en varias oportunidades durante estos últimos años, y su recuerdo está fresco en la memoria de los espectadores.

En realidad, el mayor interés de la muestra reside en las obras que son poco conocidas y de difícil acceso, como un Curatella Manes de 1923, un Vantongerloo y una serie de obras de Vitullo de los años 40, aunque la mayor parte de las piezas pertenece a las décadas del 50, 60 y 70. En este período figuran artistas como Kosice, Paparella, Iommi, Blaszco, Badií, Gerstein, Orensanz, Wells, Polesello, Stimm, Vardanegra, Vigo, Ferrari, Botto, Brizzi, Aisemberg, Renart, Bedel, Cogorno, Di Benedetto, Gero, Heras Velazco, Santantonín, Zabala, Pujía, y nuevamente Iommi y Heredia, con obras que cualquier museo del mundo estaría orgulloso de exhibir.

Más allá de su valor estético, este patrimonio que ha permanecido oculto durante décadas, es el mejor nutriente para las jóvenes generaciones de artistas, que tienen la obligación de conocer sus parientes más cercanos y descubrir desde cómo se iniciaron en el uso de materiales no tradicionales, el marco recortado, el cinetismo o hasta el despuntar del arte electrónico.

Además, hay artistas cuyo talento está legitimado, porque tuvieron la suerte de que sus galeristas u otros museos del mundo exhibieran sus trabajos, pero hay otros con indudable mérito que aún permanecen en el anonimato. Haber mantenido ocultas estas obras, mientras se creaban museos temáticos o se derrochaba en frivolidades, es el pecado de los tres jefes de Gobierno y cuatro secretarios de Cultura, que teniendo el dinero para realizar el proyecto, lo dejaron languidecer durante siete largos años. En suma, se trata de una muestra para recomendar enfáticamente a artistas, críticos, coleccionistas, operadores o simples espectadores.

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